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Lemuel nos comenta
[...] la tele y tratando de despertar, tirado en la escalera, me di cuenta de que todos los chicos se habían ido; en realidad, casi todos, pensé con los ojos cerrados sintiendo un bulto tibio enroscado en mi pierna. Casi todos, dije, tanteando la muda sombra que entumida se apegaba a mi costado. Y era tan suave el pelaje arisco de su quiltra piel, y era tan velludo ese cuero canino que dormía a mi lado, que no parecía humano ese acezar animal que lamía mis dedos en el estruje de la caricia. Y en realidad no era humano ese perro Cholo que en busca de calor buscaba mi compañía. Era más que humana la orfandad negra de sus llorados ojos. Y estaba tan solo, tan infinitamente triste como yo esa noche perruna, que me sentí generoso en la repartija de mi mano multiplicando fiebres. Me sentí San Francisco de Asís lujuriosamente enamorado de su lobo. Y dejé correr su cochambre arestiniento por mis yemas, por su estómago desnutrido de perro guata de pan, perro trasnochado, perro cunetero, perro sin amo y sin amor. Por eso archivé la moral ecológica en el estante de Greenpeace, y le brindé a mi Cholo una paja gloriosa que nunca una caricia humana le había concedido. Y así se fue meneándome la cola caninamente agradecido, y yo también le dije adiós con la mano espumosa de su sémen, cuando en el cielo un costra de zoofílica humanidad amenazaba clarear.