Entonces, estaba Flushman muy contento correteando por los bosques de la dimensión K-273 cuando un objeto de gran opacidad pese a su rapidez, impacta con él acabando en su cara, je je, y le vuela varios dientes: era un erizo azabache, con decoraciones rojizas en sus púas. Tenía unas zapatillas muy coquetas y petimetres. Fuera de ellas, estaba en bolas y calzaba bien, todo hay que decirlo.
—¿Qué hacés, gil? ¿No ves que voy a toda marcha, como un campeón? —Flushman se arremangaba: La situación le obligaba a usar el puño prohibido.
—Oh, calla, maldita escoria. Mi dolor no conoce límites. Mi amor me dejó por una pérfida suripanty obesa… —el puercoespín negro como la noche derramó amargas lágrimas. —Oh, Shrek, ¡cómo pudiste, después de lo que pasamos!
Flushman, empático, sintió genuino el dolor de la peliaguda bestia parlante, esa baquelita espinada. «Shadow» era su nombre. Wally desenfundó su Mágnum 357 cromada y con stiquers del Cromy Club® y le pegó un cuetazo que le hizo saltar todo el chocolate. Bosque chocolate se llamaba casualmente ese lugar sacrificial, donde los antiguos paganos celebraron ritos de fertilidad. Yo digo que al pedo, porque siempre pintaba la extinción ahí. La última vez, porque los muy boludos envolvían sus cosas con bolsicartones, que no se biodegradaban, sino que se tornaban microplástico. En general, tales viles partículas casi infinitesimales sedimentaban en el mar (intoxicando la biodiversidad marina y al querido Chthulu). Pero estos monchos, Flushman y Shadow, boludeando y correteando a supervelocidad, arremolinaron sobre sí una niebla tóxica imperceptible.
Flushman empezó a toser sangre y luego de media hora, su corazón reventó como un sapo.